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Fosfofagia 04 · 2013

cartel_ fos04_02 Plataforma Bogotá, Bogota 2013.

Commissioned and supported by Spanish Embassy and Gilverto Alzate Foundation.

A project in collaboration with Enrique Rodriguez, Alberto Romayor, Andres Silva, Dariel Collo, Charlie Otero, Elisabeth Timbambre, Laura Criollo, Juliana Castro, Andres García La Rota, Teresa Morán, Carlos Torres, Carmensusana Tapia, Geovanny Rojas, Sergio Gimenez, Orlando Mendez, Wiellesley Cortés, Shirley Padilla, Cecilia Moreno, Juliana Serrano, Ana María Diaz, Paula Rodriguez, Jonathan Marín, Luz Adriana Pinto, Lina Catalina Arnedo, Tatiana Beltrán, Francisco Canesteros, Sandra Milena Gutiérrez, Juan David Mendoza, Carmen Alicia Santana, José Alejandro Torres, Dana Torres. 

 

 

 

 

RESUMEN LIBRE DE LA SIERPE DE DON LUIS, DE JOSÉ LEZAMA LIMA, A PROPOSITO DE LA FOSFOFAGIA

El espacio contrapunteado se estira hasta donde las relaciones entre entidades se lo permitan. La valoración de los enlaces históricos prueba que sólo es posible emplear la ficción, porque la técnica histórica no es capaz de establecer sus precisiones. Se debe volver a vivir lo que ya no se puede precisar. Por eso es necesario usar el método mítico en lugar del método narrativo. Todo tiene que ser reconstruido, inventado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecen sus conjuros y enigmas en un rostro desconocido. Nuevos mitos con nuevos cansancios y terrores. Volver a esos tiempos en donde la imaginación se impuso como historia, y entonces creó eras imaginarias, como la era de los Muiscas, digamos, o la de los cronistas de Indias, y si se quiere, la nuestra a ratos. En una era imaginaria es posible brindar por Chaquen y por San Juan, sellar la carne del pavo con humo de templo arrasado. Sorpresa de los enlaces que causa evaporaciones. La memoria es plasma del alma, siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie.

Siempre que hay un encuentro de pensamiento y de formas entre Oriente y Occidente, se repiten las formas tendientes a los excesos y las repeticiones. Por eso encontramos una diosa Diana como reducción de Shiva. Por eso, el plasma de la autoctonía americana es tierra igual que la de Europa. Incluso el mito fundacional, el Popol Vuh, está lleno del imaginario y las representaciones de sus traductores, jesuitas que sabían cosas de la China y de la India. Así que junto a los dioses americanos aparecen las luchas de Shiva y Brama, que termina con la decapitación del segundo, atravesando los tres mundos con la cabeza en la mano, pero claro que sí, como un San Dionisio. Hasta la mitología odiséica es transuflada al Vuh. Zipacnán pierde la partida en la cueva del cangrejo gigante, a pesar de seguir las instrucciones: solo entrando boca abajo y arrastrándose sobre la tierra será posible cogerlo. Aparecen aquí varios polifemos, junto con el gran Polifemo. El gran vencedor siempre será Odiseo.

Varias imaginaciones resaltan en las teogonías paradojales y en los cantos guerreros. Imaginación provenzal que mata al monstruo matando al unicornio, juegos de tablas y torneos en las salas hediondas a cerveza, decorados con afiches de actrices chinas boyacenses medio encueras. Los presagios de las aves americanas son como los de las palomas de Minerva. Ciudades oníricas sobre-diseñadas, demasiados mapas de ciudades desconocidas, como sacados de un diario de viajes, para darle forma al laberinto de los pucheros donde espera la sibila. Demasiados monstruos en las tierras de incunnábula recuerdan la imaginación de Kublai Kan desatada por los viajes de Marco Polo a Cipango.

Este imaginario medieval buscaba por todas partes algo mongólico, bárbaro y desusado que calmara el cansancio de la dinastía Sung, algo que en tierras americanas aporte el nuevo fervor. Imaginación provenzal mesclada con la sed de mongoles, cansancio de la imaginación europea que desciende de la búsqueda de la bondad hacia el encuentro de las delicias. Los animales de la Persia de Marco Polo dirigen la aparición de las otras maravillas del mundo. Los viajeros caen en la trampa de la niebla seca, que abandonados a sus deleites ingenuos, se sienten rodeados del polvo y de la envolvente oscuridad, hasta que despiertan entre flechas, y la mano de humo dulce, que comienza a ceñirlos y a desangrarlos.

Esa imaginación elemental propicia el levantamiento de ciudades en una lejanía sin comprobación humana. Se escribe en prosa de primitivo que recibe el dictado del paisaje. El narrador se queda extasiado ante las nuevas nubes. El asombro es dictado por la naturaleza, por un paisaje ansioso de su expresión que se vuelca sobre el narrador ávido. El afán del nativo es el de abrumar más de lo necesario la enjutez de las naves, la pobreza castellana: mucho oro y plata… vuelco del primor obsequioso que el español quiere igualar. Por eso saca de sus secretos la obra muy querida, la copa de vidrio labrada de Florencia. Compiten los primaverales cuarteles del envío y el despliegue lujoso, como en ese primer movimiento de los guerreros al enfrentarse, en el que desenredan un garbo, o sueltan el halcón solo para la fiesta de su amarillo candela.

Luego del natural asombro, los artistas se apresuran a pintar el trueno de los cañones. Afanosos copian su ejército hombre a hombre, todas las piezas y animales. Se debiera consignar el natural júbilo tribal al ver llegar aquel ejército reducido por la miniatura y el doble: lanzaba el dulce de colores, y lo transformaba en delgados hilos con los que daba forma a una especie de ejército de soldados eléctricos… que parecía llegar de muy lejos, como saludando la espera de los comensales.

…y el cerdo sufre la metamorfosis y se torna en pavo.

Se capta el asombro, el nuevo unicornio que no regresa para morir, la gran serpiente, no marina, aspirante tromba de aire. Los hombres del archipiélago clásico balbucean, ensayan ingredientes y recetas, tiempos de cocción y enfriamiento de dulces, pero el recetario grecorromano los devora, y no pueden darle forma a los nuevos mitos, a los dulces que se derriten en los palillos. Sus técnicas no son suficientes para recrear la tradición que han perdido, o que no reconocen: Devorados por la mitología grecorromana, por el periodo tardío de sus glosadores, no podían sentir los nuevos mitos con fuerza suficiente para desalojar de sus subconscientes los anteriores. Pero sobreviven algunos mitos: el de Acteón, a quien la contemplación de las musas lo llevan a metamorfosearse en ciervo, durmiendo con las orejas tensas y movientes, avizorando los presagios del aire. El otro es el de Plinio, sobre la vigilancia de las águilas, que alejan el sueño con una garra levantada, sosteniendo una piedra para que al caer se vuelva a hacer imposible el sueño.

La escenografía peninsular, con sus gárgolas de cartón sudado, con la reina disfrazada de la pastora Marcela y el rey de niño amor, ocupaba el sitio en donde el hombre avanza dentro de la naturaleza, acompañándose tan solo del ruido de sus propios pasos naturales para alcanzar la gracia sobrenatural.

Barroco: fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica. Adquisiciones del lenguaje. En América, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad. Misticismo para nuevas plegarias, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares.

El lenguaje, al disfrutarlo, se trenza y multiplica. El señor americano comienza por disfrutar y saborear su vivir; es una especie de gran oreja sutil, que en la esquina de su muy espaciada sala desenreda los imbroglios y arremolina las hojas sencillas. Y esa sala no es espaciosa por castellana sino por inca, que servía de plaza para las comidas cuando el tiempo era lluvioso, según Garcilaso. Ese señor exige una dimensión: la de su gran sala, por donde entona la fiesta. Barroco, tensión como si en medio de la naturaleza que se regala, de esa absorción del bosque por la contenciosa piedra, esa naturaleza que parece revelarse y volver por sus fueros, el señor barroco quisiera poner un poco de orden pero sin rechazo. Plutonismo que quema los fragmentos y los empuja, ya metamorfoseados hacia su final. El cerdo, el saino deviene pavo, torcaza de indias que derrama su sangre encendida en el patio travestido, de hidalgo a republicano. En medio de las hojas y los ángeles labrados aparece la diosa Güitaca, suavizando la piedra, escogiendo del inventario los símbolos adecuados para el ritual de fundirlo todo al calor del fuego, y dar nacimiento a las nuevas alabanzas y reverencias. Aquí no es afán de conocimiento sino afán de sensualidades. Ya no se oculta el Discurso del método bajo el metro y el verso sino que se ofrece, al insinuarlo tras los nerviosos velos, el lujo de la flor. Los instrumentos que cortan los cuellos y tajan la carne para ofrecerla al fuego relumbran llenando la sala oscura para el deleite de los ojos primero. Cientos de frutas se han tornado en polvo de luz sobre las mesas y el suelo, como si al intentar sumarlo todo en la gran olla, el paisaje se quebrara.

El fuego funde los paisajes en una sola imagen, en una sola pieza que exalta los sentidos.

Tras los excesos naturales viene el sueño, en retirada de la naturaleza que ya hostiga, revuelve el estómago en la noche, y el viaje secreto se inicia por las moradas subterráneas. Como si remedara la corriente de un río sumergido, mientras la sustancia del sueño horada y penetra los parajes. Ahora sobrevienen nuestros propios bosques animados por la noche. El verso oscuro desciende a nuestras profundidades y se funde con lo inexpresado, impidiendo que la luz al invitarlo lo ahuyente, y favorecer su desprendimiento por el descenso a las profundidades que siempre regala la oscuridad. Primero escapan los animales diurnos, para darle paso a las sombras, comenzando los secretos y trabajados procesos del sueño. Allí se tejen cautelas distributivas, graduaciones del ser, para recibir el conocimiento. La sabiduría se logra por medio de la realidad. El sueño no implica la existencia de otra realidad.

Es la naturaleza, el fuego originario, el ornamento utilizado como conjuro o terror, los que informan el templo americano. Es toda la riqueza natural americana vertida sobre la pobreza española, sobre el paisaje yermo y oscuro. Sobre la piedra se insertan los símbolos indígenas, el sol y la luna, sirenas incaicas y ángeles con rostro de indio. El cortejo de los símbolos barrocos se ve aumentado con las plantas, los animales, los elementos de una raza entera. Sobre la piedra pura, sobre la mesa sin nada, sobresalen los ornamentos y volutas, la hoja americana que se iguala a la trifolia griega, la medialuna indígena con los acantos de los capiteles corintios, el son de los charangos con los instrumentos dóricos… Podemos acercarnos a las manifestaciones de cualquier estilo sin acomplejarnos ni rebasar, siempre que insertemos allí los símbolos de nuestro destino y la escritura con la que nuestra alma anegó los objetos. La rebelión termina en un pacto de igualdad, en el que todos los elementos de la raza y la cultura indígena tienen que ser admitidos. Varios siglos después el pacto se olvida, porque el fuego ha fundido los elementos con tan alto grado que solo se puede obtener un sujeto: el plato servido con mil colores. Se recibe el estilo de una gran tradición, y lejos de amenguarlo, se devuelve acrecido. Síntesis de lo español y de lo indio, retablo donde se coloca la luna indígena en el ordenamiento planetario español. En las fiestas generatrices de San Gonzalo, las romerías que celebran los dones de la primavera, se remansan en pilas bautismales de factura indígena y africana, ornadas con tuberías de órgano, como acordeones, con hojas que ascienden en ángeles gordos.

 

FOSFOFAGIA 04

 

Desde el principio este texto celebra el bacanal de la mesa servida con aires de bestiario medieval y canto a la lechuza silenciosa, al sol que bebe los cerros servidos con sangre. Salpicados con “tintazo del fuerte” y agua de maíz, los frutos verdes, airosos, como fantasmas suspendidos del canto lunar (no hay filos de furias que corten estos hilos) ofrece la diosa sus órganos internos. Por eso, el banquete aquí descrito, es un banquete inmortal, servido a multitud de manos, sobre manteles de don Luis, en paisajes de Chiminigagua.

 

 

El sacrificio: Los pavos, venidos por costumbre de otras tierras, se obtienen, como entre gente civilizada, no por guerra florida, sino pagándole al proveedor. Con las ofrendas al hombro baja del bus, se limpia el sudor de la frente con la manga de la camisa, y entrega los pavos. A lo lejos, tal vez proveniente de uno de los tenduchos con olor a cerveza y meados que flanquean la avenida, se escucha un canto lloroso, una melodía triste. Las delegadas del jefe y un monaguillo reciben las bolsas y cajas, toman un taxi, y dejan las ofrendas vivas en medio del patio, a la luz de las columnas falsas. Se tambalean las aves como si en trance místico escucharan mensajes cifrados. El pavo más grande traduce el oráculo con un graznido mientras las asistentes y el monaguillo ponen la alarma y cierran con llave. Luego, en la penumbra, el ave ensaya un tatuaje sobre el empedrado. Si se viera, si el sol no durmiera su borrachera tras las últimas nubes, al ojo versado tendrían sentido la maqueta de líneas, el círculo radiado cuyo techo es hueco.

El sacrificio, celebrado a cuchillo, en medio del patio, a la luz de las columnas y el cielorraso de cristal barato. Las aves, choreando sus meadas, se tambalean encostaladas. Extraña vista la de estas aves, como rocas irregulares que pendulan en el aire. El indio afila su instrumento, y se sonríe como añorando el hueso de venado, el puntiagudo trozo de caña, la marca solar en el ombligo de la ofrenda, que en lugar de piel virgen expone plumas en el cogote. Se resigna el indio y busca la vena. Nos mira, testigos ignorantes del ritual, y ríe. Tras darle de beber al pájaro se toma un trago, y extiende la botella hacia nosotros. Su rostro es dulce, sus ojos negros y profundos como el lago. Hay algo en esa sonrisa de dientes blancos y labios gruesos, oscuros como la miel en el fondo de un viejo tronco, algo que llama desde el agua quieta en los ojos de la roca. El ave emerge del capullo, estremeciendo sus colgajos rojiazules. De nuevo ríe el indio, ahora con ternura. Esculca y arranca las plumas, acerca el cuchillo. A falta del sol, oculto tras las nubes, y de ídolos adecuados, la alberca tallada en una sola piedra, en cuyo centro se oxida el sifón, rojo como el fuego. Lo que hace siglos fue canto de niños sagrados se torna en graznido a la luz del astro que finge sordera. Corre la sangre en espiral hacia el sifón, hiriendo la piedra, llenando de fuego el tatuaje de formas radiadas. Lo que escapa hacia los lados, perdiendo el centro, bosqueja los senderos de la noche como dedos que apuntan al oriente. Sobre el empedrado se dibujan montañas y valles, campos abiertos a un cielo antiguo. El fotógrafo y el estudiante de culinaria se prestan para sujetar las alas del pavo. Vuelan plumas tras los espasmos, se fruncen ceños. La periodista no quiere perderse nada, empinada sobre los hombros del fotógrafo. Para el segundo pavo se ofrece como cuchillera. Nadie teme al desastre cósmico durante los degollamientos, ora de pavos, ora de palomas y perdices. Tras las primeras sangres regadas a borbotones, asumimos la pose del iniciado, un poco humildes, un poco prepotentes. El delgado estertor de una paloma resulta cosa de niños, cuando las señoritas revisan el material en sus filmadoras. El indio sigue en lo suyo, lento pero seguro como el desciframiento de un jeroglífico en el desierto, mientras el sol de la tarde quisiera desinflarse, harto de su calor, como extrañando con tristeza sus viejas pantagrueladas. Al llegar la noche la sangre vertida es alimento de sabandijas en el sistema de aguas negras. Allí, donde el sol y la luna no llegan, la rata sorbe el líquido pegajoso, helado ya.

 

El evento: Un grupo de gente que se apilaba en la acera, junto al museo. Creí que se trataba de algo relacionado con el pequeño almacén de objetos típicos y artesanías, pero el grupo que veía solo era el final de una larga fila que doblaba la esquina y seguía hasta la puerta del laboratorio. Me paré del otro lado de la calle y observé. Nunca había visto a la gente tan ansiosa por entrar a una exposición de arte. Por lo general, se pueden contar unas doscientas personas en total cuando la asistencia es muy buena, y aunque algunos prefieren esperar afuera, nunca son tantos como para llenar la calle mientras esperan que la multitud atiborrada en el interior disminuya. Siempre es posible hacerse a un lugar, y no es necesario que alguien cuide la puerta para evitar los atascamientos.

Adentro, los comensales iban de aquí para allá, en busca de un bocado, o permanecían reunidos en grupos junto a las aves asadas que colgaban del techo, atadas de las patas con delgadas cabuyas. Una mujer, ante la mirada ansiosa de sus compañeras, agarró una paloma y hundió sus dientes en el pequeño cuerpo que por poco se deshace. Otros pájaros, entre pavos, torcaces y gallinas, si no pendulaban a la altura de los rostros como enmascarados por la noche, eran tajados por amables aprendices de cocina con elegantes cuchillos, para servir a los más sobrios, acaso galeristas, profesores universitarios y curadores que cedían a la ofrenda por aquello de la catadura y el ensayo crítico. Seguro que los filósofos tendrían para ellos una plantilla adecuada a la descripción del evento, pero el grueso de los comensales se había olvidado de los mamotretos (muchos, estoy casi seguro, no los conocían), y disfrutaba del concurrido bacanal sin detenerse en reflexiones.

 

El primer laberinto comenzaba a la derecha, cerca de la entrada, creando su noche artificial con altos anaqueles y archivadores. Al final de esta especie de descenso horizontal, interrumpido en ciertos tramos por bacantes en retroceso, se hallaba una enorme olla: la imagen, el paisaje, a los ojos esforzados en la penumbra, se torna en escenario para la imaginación y la memoria que tejen imágenes, fragmentos de experiencias y textos como en un relato. El primer fantasma que se dibuja es andaluz o castellano, tratando de hallar el sabor del jamón de Huelva, o del lechazo asado, en el cuero pasado por agua de sus botas. El segundo es muisca o muzo, echando a la olla los tubérculos, embotado aún por el conjuro de los vegetales. Finalmente, el castellano (o el andaluz), como renacido tras la agónica expedición, estrenando espuelas y arreos de oro, añade la papada del cerdo, la carne del carnero. El cuadro completo se logra cuando la cocinera revuelve, funde todo en el agua al calor del fuego, como quien agita una estopa de trementina sobre lienzos virreinales. Nada de eso lo ve la chica que sale del cuadro hacia la derecha, encorvada sobre su plato lleno del cocido que relumbra con las tintas del lienzo. Tras ella nuevos bacantes, con ojos de halcón en la noche fabricada, contentos de hallar a la presa cocida en sus propios destellos. Cuando salgo del laberinto, entiendo la urgencia de controlar la entrada y propiciar el desalojo. De nuevo en el patio central, veo que la carne de los pavos y torcazas merma, quedado las osamentas a la luz negra de terciopelo.

 

En el tercer círculo, otro banquete servido en minúsculos granos de harina, frutas de la zona que se riegan en la mesa y el suelo. A manotadas, un chico recoge el polvo mientras agradece la ofrenda, antes de que se le otorgue. La imagen que se funda ya no reconoce las diferencias, ya no hay diálogo ni conciliación sino un solo ser con sus órganos. La memoria no habla de aquellos ayuntamientos forzados o consentidos sino de sus frutos, como tomados del suelo, del estante o la alacena. Para hacerse del trigo no hace falta cruzar el océano de regreso, ni pedirle permiso a los dioses para arrancar las hojas del arbusto sagrado. Basta con tomar un puñado del polvo amarillo que lanza brillos somnolientos y arranca sonrisas cómplices a los más creativos. Sin embargo, los fantasmas vuelven a dibujarse, ya no en el humo que asciende y cura los tapetes colgados sino en la niebla que se levanta y empolva las cabelleras. De la mochila confiscada extrae fray Pedro Simón “los instrumentos del oficio”. El chico que se inclina parece recibirlos de contrabando, bajo la mesa, pero no los utiliza. El hueso de venado, “hendido al sesgo por la mitad y mal pintado”, que el chamán recomienda para tomar aquellos polvos, se transforma en pieza de museo a la luz alógena. Nuevos chicos y chicas se juntan, se amontonan sobre la mesa empolvada que rápidamente se extingue. El viejo chamán no parece avergonzado, medio desnudo frente a la imagen translúcida del fraile que rescribe su crónica sobre los muros restaurados.

En la puerta siguen preocupados porque la fila de ansiosos ciudadanos, ávidos de arte y cultura, no disminuye, y los que ya han probado el conocimiento no se resisten a un reconocimiento.

Algunos se toman fotos abrazando indecisos las osamentas de pavos y gallinas. Otros se guardan en los morrales los frascos de aguardiente. De los picos que apuntan al suelo corren luces amarillas y verdes, como presagiando encuentros entre la luna y la tierra.

 

El quinto estrato de este descenso al sueño es un espacio bien amplio aunque encerrado, libre de adornos. Apenas unas cuantas sillas y mesas sobre las que se juntan con desgano algunas botellas y vasos a medio vaciar. La rocola trata de lucir sus colores parpadeantes, como sumergida en un lago exhausto. Aquí se evocan, en una reconciliación de pícaros descarados, las fiestas de enero a marzo. Aunque afuera nadie escucha, los huesos desnudos de las aves se agitan con la música. El agua verde y amarilla que corre por sus picos ahora es la proteína que hace surgir nuevas plumas. Se escapan como un vapor y se posan invisibles en los hombros de los que bailan y beben. Con las melodías acostumbradas se filtran en clave las voces de los pavos metamorfoseados en loros y guacamayas. Antes, conocían de nombre y grado a las nuevas gentes que se abrían camino entre la selva y el río de la Magdalena. Como enviadas por Dios, acompañaron a los de Quezada como augurios de buena fortuna. Pero la broma cruel de sus plumajes y sus falsas voces parecía como secundada por el arlequín y sus mesnadas infernales, luciendo disfraces nuevos en paisaje americano, porque de cientos de soldados, apenas quedaron, digamos, doce. Ahora, la broma del papagayo que habla con los dioses no es mortal, pero sí venial, a ojos del fray Pedro, cuyo fantasma sigue dando fe, suspendido en el techo sobre la rocola, de las estas malas costumbres de los dichos indios moxcas, más atentos a las prédicas de la diosa Güitaca (“vida ancha, placeres, juegos y entretenimientos de borracheras”), que a las de Bochica. De curas doctrineros y cronistas fue la maña de apodar a este dios solar como el apóstol, que “vino a estas tierras, de la parte del oriente, (…) blanco, con vestido largo y cabello rubio, hasta los hombros, el cual les predicó y enseñó el camino de su salvación”. Como castigo por sus prédicas livianas la diosa fue transformada en lechuza por los dioses solares. Pero ahora, libre en su reino húmedo, dirige la tropa de aves reencarnadas que dictan al oído las voluptuosidades. Aleteos y graznidos se transforman en vallenatos dulces, carrileras y rancheras. Algunas parejas bailan a la sombra, describiendo círculos, pendulantes. Se abrazan, se arrejuntan como dicta la diosa. Otros se reúnen en grupos, ríen a carcajadas, o se aburren buscando con quien entablar conversación. El caso es que todos quieren seguir los dictados de la diosa, o dejarse llevar por el arlequín que se traviste con las pieles que ella pierde durante sus metamorfosis.

 

Aún queda un jardín por visitar, una estación más en el descenso. En el pequeño cuarto, atacado por sombras que se agolpan, yacen sobre una mesa las herencias dulceras de-construidas. Aquí el azúcar se transforma en nebulosas brillantes, en trayectorias de granos de azúcar que dibujan mapas sobre la piel y la ropa. Chicas y chicos salen del santuario, mirando con grave solemnidad las rutas fluorescentes que culebrean, eléctricas, en sus extremidades. Van, como ajenos a la fiesta, cuidando sus nuevos tatuajes, hacia la salida: ya fue suficiente. Algo que mostrar en la discoteca. Pero el chef de asteroides monosacáridos ha errado al forjar las rocas brillantes, y lo que todos celebran, con asombrada timidez, se debe a la humedad de estas tierras, y a las exhalaciones perezosas de tanto ciudadano junto.

 

Hecha la vuelta, me detengo en medio del patio. Las carnes penden, en girones, de las huesas, como evocando en pequeño la ejemplar ejecución de unos cuantos patriotas. La gente merma un instante, pero pronto arrecia. Un grupo de curadores y profes, que no han podido lucir sus chiveras y gafillas redondeadas, intenta una conversación sobre pastelerías en Francia y becas para artistas en Berlín. La de falda gris y medias vinotinto, pendiente de los roces, no vaya y sea el Diablo le arrebaten la boina, lanza al ruedo su experiencia en New York. Su ex profesor, que parece extrañar la copa de vino y el fino canapé mientras se alisa la quijada con el índice y el pulgar, la escucha con gesto de moderada aprobación. Imaginaba la más vieja, supongo, con su melena alborotada teñida de rojo, que la invitación a manteles reseñaba una artística degustación según el canon, porque no deja de lanzarle miradas oprobiosas a los tragaldabas que se carcajean mientras hieren los últimos retazos de un pernil.

Aunque ya hace rato, yo apenas noto que el polvo blanco se ha venido desplazando desde su recamara-poporo al patio y los corredores. Pareciera que la noche real, con su hidrópico pulmón, quisiera arrebatarle a los ansiosos el último mambeo. En realidad, lo que ocurre es que, de tanto bailoteo y libación, se han alzado los altares a la orilla de los caminos, y se necesitan vías de acceso, corredores dispuestos a la romería. Hombres y mujeres entran y salen de las salas, se cruzan lanzándose miradas, sonrisas entre avergonzadas y cómplices. Pareciera que la quietud fuera a causar la extinción del universo, el secamiento de los surtidores. Algo les dice que deben cubrirlo todo, surcar todas las rutas posibles hacia las diferentes salas, y una vez allí, caminar, bailar, moverse sin descanso para no dejar espacio sin huella. Pisar donde otros han pisado, apropiarse de lo que ya es de todos, transformar carnes y osamentas, licores, frascos, polvos y astrolitos de azúcar en bienes comunes.

El trasiego del polvo, causado por la suela de los zapatos, funda en la casa un complejo sistema de corredores. A medida que el hartazgo adormece los sentidos y activa las linternas de carbunclo para ver entre las sombras del sueño, el tiempo corre más lento. Algunos apuntan el haz de luz que ha nacido en sus frenes para confirmar la parsimonia del cuerpo. Pronto notan que en la lentitud se agitan mantas, coronas de hojas que son alzadas por brazos desnudos alrededor de gallinas y pavos. Los senderos de harinas frutales (el polvo blanco que aureola los ojos del arlequín travestido) se transforman en playas de lagunas que elevan sobre sus aguas la olla del puchero, los frascos de aguardiente, las aves ofrendadas. Los únicos que permanecen de pie, pasándose los dedos índice y pulgar por la barbilla o cuidando la inclinación de sus boinas, son los profes y curadores made in Paris and New York. La noche de tubérculos, frutas y carnes le ha dado a cada uno una máscara y una flauta, pero aquellos han dejado las suyas abandonadas. Por eso no ven que el dios de los cercados llega por lo suyo, envuelto en mantas andrajosas y apestando a cloaca para ocultarse de sus enemigos. Lleva el rostro cubierto con las cenizas que quedaron tras el incendio de sus palacios. Como ha logrado mantener algo de aquellas flamas sobre la astilla de un guayacán, revive la hoguera bajo el puchero en un acto de reconciliación. Ahora sí, haciendo saber del trueque al gestor de la lumínica ingesta, se lanza sobre los dones sobrevivientes.

Aquí, han tenido lugar los prodigios del tiempo y el espacio. Solo en esta noche barroca lo que era dulce de colores, lanzado en la cámara oscura, se transforma en hilos delgados que forman pequeños ejércitos eléctricos… que parecen llegar de muy lejos, como saludando la espera de los comensales, ajenos aún a la metamorfosis del cerdo en pavo, del durísimo camarote en hamaca suave. Los nuevos peninsulares, como de regreso en la nave sin velas, ensayan ingredientes y recetas, tiempos de cocción y enfriamiento, pero el recetario académico los traiciona; los nuevos mitos se derriten como el dulce en los palillos, hasta que se rebelan contra el itinerario institucional. Sobreviene el desalojo del cliché, y es entonces cuando el escenario y sus utilerías se despliegan sobre el territorio apenas explorado. Ya no tierra de Indias sino nación a pesar de sí misma, suma peligrosa de contrarios que intentan ponerse de acuerdo en el tercer espacio de la enunciación, allí donde se cuecen y se ablandan los ingredientes más duros. Ya no son los dogmas de Francisco Javier ni los cantos llorosos del cacique Bogotá, sino los usos y prácticas en la ciudad confusa. San Dionisio vestido de Shiva, cenando los granos sagrados del altiplano cundiboyacense, en cazuelas de Sevilla. El lazarillo de Tormes abriendo a dos manos las puertas del Sistema Integral de Transporte Público. La sopa de plátano verde en instalaciones goyescas donde los mensajeros y los loteros juegan al ajedrez, a la luz de actrices chinas y boyacenses medio encueras en los afiches. Todo como en una pesadilla deliciosa, sin tiempo ni espacio definidos, porque la historia de estas tierras no conoce fronteras sino ambiguas reconciliaciones. Sobre el mapa del Distrito Capital se sobreponen demasiados mapas de otra ciudades, nuevas y viejas, reales e inventadas, como sacadas de diarios de viajes y de obituarios, para darle forma al laberinto de los pucheros donde espera la sibila.

Por eso, del banquete solo se captan los fragmentos del espejo roto, como vueltos a unir por el fuego bajo las mesas. Su cocina es parte del tercer espacio de la enunciación, donde son posibles las adquisiciones del lenguaje. Allí deambularon, sin dios y sin rey, todas las prácticas y significaciones, para que fueran ultrajadas al antojo de los comensales: formas de vida y de curiosidad; misticismo para nuevas plegarias, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares. El lenguaje, al disfrutarlo, se trenza y se multiplica. Pasado por las brasas su final es la metamorfosis. El cerdo, el saino, deviene pavo, la torcaza de Indias que derrama su sangre encendida en el patio travestido, de hidalgo a republicano, de republicano a Distrital.

 

Tras el fin el retorno: Se hace una sola negra noche tras el tiempo. Va quedando el aire frío, la luz azul, destellos de plata. Sólo el silencio respira, haciendo polvo los muros y los escudos. Las osamentas ornadas, atadas al estandarte tras la batalla, nutren la tierra que ha quedado bajo la noche. Solo la harina de frutas enciende en verdor los escombros, se desborda despacio en mil caminos hacia las aceras. He tenido varios libros abiertos entre mis manos, pero ahora sus páginas se borran a la luna, a la luz de la noche. Antes de los puercos, del burro errante y los estribos dorados hubo allí mismo una gota de rocío. Bajo las estrellas crecían los pétalos mortales, las esporas del águila sobre los hombros del viejo brujo. Ante las ruinas silenciosas, ávidas de luna, pongo mi oreja sobre la tierra mojada. Con la orilla del ojo veo los caminos que se bifurcan; las luces de la ciudad tiritando sobre los restos de polvo. No hay romería ni altares-tumba. Solo la tierra y el murmullo de las quebradas diluyendo el tiempo de los motores, del trueque sobre los flancos de la cordillera, deshilando las mantas de chihize y quijisa. Por eso, de la carne mordisqueada y escupida regresa la rana, de las menudencias calcinadas surge la huerta bajo el agua, como si una lechuza destejiera las calles empedradas. El líquido lumbrón del experimento regresa por los conductos y retoma las venas, metamorfoseado en proceso diagnóstico. Brilla, luce ante las cámaras el sistema, denunciando sus mortales pedrerías. El sueño pesa sobre las cejas, la rana abre sus ojos en mi frente. De nuevo la ciudad, lejana, sobre la línea del horizonte en ruinas. Se agita el polvo de los senderos y en mi nariz ensayan guanábanas, mangos, nísperos de otros días, minúsculas nebulosas de pálida fluorescencia. Hay un vaho de tierra escavada con las manos; el instrumento no es de jade sino de hueso de venado y se hunde haciendo surcos en mis venas. Diminutas indias sagradas, restos del polvo cósmico, van una tras otra dejando caer semillas: lo que la fiesta olvidó a favor del sol y sus anómalas verbenas. Van creciendo (el proceso en mis venas se proyecta sobre la tierra como si hubiese videobeans ocultos) sobre el manto negro. Crece el hongo blanco, el mal llamado champiñón, y al pie de su tronco una india planta su contra, su remedio. En manos del próximo cocinero, de la próxima turba hambrienta, el oro azafranado que cuente el cuento. Como abono han quedado los asadores volcados, los troncos carbonizados, las carnes y huesos pisoteados. El próximo banquete será sobre ruinas, rumba silenciosa en donde todos los ebrios recorren los senderos con gran sigilo, la boca abierta en una “o”, pillando los murmullos de la tierra, el zapateo burlón de las indias diminutas. Estimulan con el golpeteo la eclosión de la semilla, la irregular elefantiasis del tubérculo, el sangrado vascular que pinta de tinto las ibias crudas.

Si cierro los ojos y soy puro fluir de sustancias, no hay aquí ni allá, ni arriba o abajo. Desaparece incluso la cabeza; flota una luz sobre el agua quieta, a temperatura corporal. No hay sensaciones. Partícula cósmica de espaldas a la galaxia. Crece la huerta donde hubo puercos y estribos de oro. Al poporo le da tanta pena que muere de podrido bajo las hojas verdes, abiertas como ojos a la plata, yacientes como negra cabellera en la laguna. Los senderos de polvo se hacen un río a mis espaldas. Viene arrasando con todo, transformando las piedras en lodo. Rocas grandes y altaneras que antes eran indios fratricidas se transforman en guijarros que entran, con la corriente, en mis venas. Allí se diluyen, brillan como el oro que extiende sus raíces bajo la montaña. Las minúsculas artesanas se tienden y recogen lo que sobra, y lo expulsan de mi cuerpo transformado en cristales cegadores, amoniacales. Resultado de la expulsión: del cuarto salen pitando los que pueden. El corredor es inhabitable durante varios minutos. Las pequeñas y graciosas limpiadoras, ahora de blanco, se sonríen. Allí tendido, solo, a la luz azul, floto en la nebulosa, en medio de la laguna. Las enredaderas se toman las ruinas harinosas, crecen verduras sobre los escudos y blasones consistoriales. En las armas cruzadas y los campos de púrpura se persiguen curubas y guayabas. Donde antes había la casa hay ahora una tierra de labranza.

 

Enrique Rodríguez Araújo.